Hace un par de semanas,
mientras terminaba de “armar” la Segunda Edición de la Revista “Casa del
Perú” y ante las cercanías de las
Fiestas Navideñas y de las fiestas de
Fin de año, de improviso, me topé con mis recuerdos.
Mientras me encontraba
ensimismado en ese “toparme con mis recuerdos”, de pronto, fui arrastrado por
algo o alguien y, cuando finalmente pude discernir lo que sucedía me encontré
parado frente a la puerta de la casa de “Doña Flora”. Una puerta vieja, de
madera y que aún mantenía sus colores originales.
“Toc, Toc”, toqué.
Segundos más tarde, la puerta se abrió y apareció “Doña Flora” con su rostro
sonriente.
-¡Vamos Miguelito!,
entra rápido que te están esperando el resto de los chicos.- me dijo.
Sin comprender del todo
lo que estaba sucediendo, simplemente ingresé y caminé en dirección al fondo de
la casa de donde provenía un bullicio.
- ¡No se preocupe Doña
Marcela, va a estar bien!- le alcanzó a decir Doña Flora a mi Madre.
-¡Luego los alcanzo en
la iglesia!- contestó mi madre desde algún lugar.
Me dejé arrastrar.
Cuando finalmente llegamos al fondo de la casa me encontré con unos siete u
ocho muchachitos que estaban vestidos con unos
“Trajes” para algún tipo de danza costumbrista. Se los notaba nerviosos,
pero estaban sonrientes.
-¡Vamos Miguelito!,
ponte rápido tu traje que estamos atrasados- me dijo Doña Flora.
Varias personas
ayudaron a vestirme. El traje, era un
poco pesado para mi edad y mi tamaño, pero me lo puse igual. No tuve demasiadas
opciones.
-¡Pastorcitos, nos
vamos!- ordenó, segundos después de terminar de vestirme.
Ya en la calle, sobre la
avenida principal “Doña Flora” mandó que
formáramos como nos había enseñado. Durante un mes habíamos asistido por las
tardes, a su casa, después de la escuela para aprender y ensayar la “Danza de
los Pastorcitos”. Danza que presentaríamos en la “verbena” de aquella la noche
buena.
Cuando llegamos a la
puerta de la iglesia ya había una multitud esperándonos. Apenas nos vieron, nos
abrieron paso y nos dejaron avanzar. Ya dentro, continuamos avanzando, danzando
por el pasadizo central hasta llegar al “Nacimiento” que habían armado bajo el
púlpito. Nos desplegamos y comenzamos el ritual que ya conocíamos.
Mientras cantábamos “Venid
pastores, venid a ver al niño Jesús que ha nacido ya…”, el público
asistente, aquella noche, como tantas otras, se mantuvieron en silencio.
Nuestro homenaje duró
unos quince o veinte minutos aproximadamente, pero para nosotros los danzantes,
nos pareció una eternidad. Al final, una lluvia de aplausos inundó la iglesia.
De pronto, “ring,
ring, ringggg”, sonó el despertador. Abrí los ojos, alargué uno de mis brazos, tomé el despertador, apagué como
pude la alarma: marcaba las siete y veinte de la mañana.
Me levanté como pude y en entre el bochorno caluroso del
ambiente y el sueño que aún tenía, me arrastré hasta la ducha. Abrí las llaves
y poco a poco con cada una de las gotas que fueron cayendo sobre mi cuerpo fui
despertando.
Mientras iba desayunando me acordé que aún me faltaba
escribir el artículo “experiencias de vida” para la segunda edición de la
Revista “Casa del Perú”. Ya había elegido al personaje, sólo me faltaba
sentarme frente a mi computadora y ordenar a mis dedos teclear las letras
necesarias para dar forma a la historia.
En la primera edición, el personaje había sido el Dr. Dovar
Rojas Valeriano (Médico), el “Doc” como
solemos llamarlo los amigos más allegados. Luego que la Revista estuvo en la
calle y que a su vez, él repartió entre sus amigos, nos contó que sus amigos
más antiguos que habían leído su historia en la revista, apenas lo encontraban,
lo abrazaban y le decían: ¡Pobrecito Dovar!.
Incluso, su secretaria, el primer lunes que llegó a su
consultorio, apenas lo vio ingresar por la puerta, corrió y lo abrazo.
-¡Su historia me hizo llorar!- le dijo.
Tanto impacto había causado su historia que hasta su mujer
le había dicho:
- ¿Por qué nunca me contaste esa parte de tu vida?
El “Doc” sin embargo, piensa que
pese a que esa es parte de su historia,
no se sentía ni “el pobrecito” que le habían dicho sus amigos más antiguos, ni
tampoco pensaba que era una historia triste la suya, hasta se atrevía a decir
que mientras leía su historia en la Revista, creía que estaba leyendo la
historia de otro Dovar y no la de él.
La corrección de mis textos me ocupa un tiempo importante.
Cierto día mientras corregía algunos de ellos en mi computadora, de pronto se
me borró todo. Golpeteé todas las teclas necesarias para impedir que el texto
que corregía se esfumara en la nube de pixeles, corrí de un lado a otro de mi habitación, grité las peores groserías,
vociferé hasta a “San Quintín”, pero nada pudo evitar que el texto se
evaporara. Mientras meditaba sobre la forma de reescribir el artículo, un
viento golpeó mi ventana abriéndola de par en par tirando todo mi papelerío.
Respiré profundamente para no enfurecerme
y me dispuse a juntar cada uno de mis papeles. Estaba en ese trajín cuando de
pronto, en el monitor comenzaron a aparecer unas imágenes que al principio me
parecieron desconocidas, pero conforme fueron apareciendo (como en una película
lenta) fui reconociendo el lugar.
Había una calle ancha que atravesaba de sur a norte. En una
de las casas sobre esta calle que parecía una avenida, sentado en el “Poyo” de
una casa había un muchacho de unos seis a siete de edad, observando a los
transeúntes.
-¡Buenos días!- les decía.
-¡Buenos días, Miguelito!- le contestaban.
El sol a esa hora del día (quizás las diez o las once) era
fuerte y el viento que atravesaba esa avenida, tanto en tanto iba formando
remolinos de polvo. En medio de esa tenue polvareda levantada a lo lejos el
muchacho divisó un auto que avanzaba raudamente hacía donde se encontraba
sentado. Cuando estuvo frente a él, se detuvo y se bajo un señor elegantemente
vestido y se acercó.
-¿Se encuentra Yayo?- le preguntó.
-¡Sí!- atino a decir y salió corriendo hacia el interior de
su vivienda, gritando, -¡Papá, Papá, te busca un señor, llegó parece que de
Lima en un auto!
Yayo, salió a ver quién era el visitante y cuando lo
descubrió, ambos se fundieron en un fuerte abrazo.
-¡Este señor, es tu Tío Luchito!- le dijo al muchacho.
OPEL 1972 |
Ya sin ganas de corregir al menos por ese día, me puse a
recordar la visita del “Tío Luchito”. Se habían pasado charlando gran parte del
día con mi padre. No había llegado sólo, lo había acompañado su hijo, quien
tenía el mismo nombre.
En casa, al hijo, nunca lo llamaron “Luchito Junior” o
“Luchito hijo” como habitualmente suelen hacerlo, sino que por el contrario al
primo de mi padre siempre lo llamaron “Luchito” o “Tío Luchito”, los más
pequeños. En cuanto a su hijo, mi primo, siempre lo llamamos “Luchito Chico”.
Aquella tarde mientras los adultos charlaban sus cosas, con
“Luchito Chico” nos fuimos de cacería a las afueras del pueblo con la carabina
que había llevado. Nuestra intención era cazar torcazas, perdices o ruiseñores.
No recuerdo si cazamos algo, pero fue una tarde inolvidable.
A mis seis años, el “Tío Luchito” me pareció un personaje
salido de esas películas que mi padre me había llevado a ver, (previa propina
al boletero para que me dejaran entrar) donde el forastero llegaba al pueblo
lejano para salvar a las damiselas en peligro o enfrentarse a los “Señorones” y sus matones pueblerinos.
Tal impacto había causado el “Tío Luchito” en mí, que sumado
a lo que Yayo, mi padre, me había contado sobre su primo, aquella tarde
mientras el auto en el que había llegado se perdía en el horizonte, corrí donde
mi madre y le dije: ¡Cuando sea grande voy a ser como el Tío Luchito: Abogado!.
Sentado frente a mi computadora fue inevitable no recordar
las navidades en familia. Una mesa poblada de todo tipo de manjares: El
Panetón, la chocolatada, los dulces.
Aún recuerdo que en aquellos tiempos en las noches
estrelladas, por alguna razón solía buscar a “La Cruz del Sur”, la cual, al
buscarlas en el firmamento, las descubría ubicadas al sur de mi posición.
Ahora, que han pasado mucho tiempo y que ha variado mi posición (Latitud) cada
vez que las busco, suelo encontrarlas por encima de mi cabeza.
Aunque he tratado de evitar las nostalgias, he descubierto
que siempre estarán presentes, pero, ahora me abruman menos que antes, sin
embargo me arrastran por senderos insospechados y a veces incomprensibles, de
modo tal que sólo me queda tomar unas cuentas hojas en blanco, un lápiz y
largarme a escribirlas.
Al mismo tiempo, estas mismas nostalgias, me brindan las
ideas necesarias para escribir historias, unas veces coherentes, otras,
descabelladas, que si bien son historias mías (de mi creación), en ciertas
ocasiones creo que son las historias de otros, precisamente de esos personajes
que luchan entre sí por salir, cada vez que me siento frente a una hoja en
blanco.
A veces también creo que son las nostalgias las ordenan a
mis personajes para que no se agolpen todos a la hora de salir y salgan de
golpe como un escupitajo, sino que por el contrario, vayan apareciendo en un
orden determinado, que permitan además, a mis dedos dibujar las letras
necesarias para que las palabras sean inteligibles.
Estas navidades al igual que las otras diecinueve anteriores
me llené de nostalgias, pero ya he asumido mi destino, al punto tal que ya no
sé quien está escribiendo este texto, si Miguel Ángel Villegas G. o Guillermo
Ventura (mi alter ego). Incluso creo que esta confusión se ha vuelto
contagiosa, lo cual me hace me hace recordar, que en cierta ocasión le
preguntaron mi nombre a Rosa (mi Rosa) y ella confundida atino a decir: “Miguel
Ángel Ventura”. Segundos después, percatándose del error se corrigió y
dio el correcto.
Demás está decir que cuando llegué a casa por la noche, Rosa
(mi Rosa) estaba enojada conmigo por haberla arrastrado a semejante confusión.
Las Navidades ya pasaron y las nostalgias poco a poco se han
ido marchando. Seguramente regresarán dentro de unos meses, al final de la
primavera, cuando la hagan las estaré esperando con la misma predisposición de
siempre, por que como se suele decir: Recordar es Vivir.
Por Miguel Ángel Villegas G.
No estamos tan mal, pero, podríamos estar mejor... Sí quisiéramos.
(Proverbio propio)