Desde que cumplí cuarenta años comencé a sufrir de miopía propio de la edad, lo cual me obligó a usar anteojos para leer y poder trabajar en la computadora. Quizás exagero si digo que mi vista de largo alcance por el contrario ha mejorado, al punto que es posible que pueda superar la visión que tiene el Halcón Peregrino, de quien se dice tiene una de las visiones más rápidas del mundo (192 Hz con altas intensidades de Luz, en comparación al ser humano que tiene un máximo de 50 a 60 Hz).
Como toda historia tiene su héroe, me dispuse a buscar una solución a mi dilema visual.
Caminando entre los puestos de frutas exóticas y artesanías encantadas, en unos de los rincones del Mercado encontré un hombre, quien, con algunos gramos en exceso, era más redondito que una sandía y estaba profundamente entregado al arte del sueño en el mostrador. Después de unos cuantos, llamados de atención, el adormilado “Sancho” se despertó, y con ojos en pleno estado de ensoñación, me enfrenté a la difícil misión de explicarle mi desgracia ocular.
Después de unas negociaciones dignas de un mercado medieval, acordamos el precio razonable de veinte soles (s/ 20.-) para reparar mis anteojos. ¡Había luz al final del túnel!
El hijo de Morfeo se puso manos a la obra mientras yo me sentaba en una silla algo vetusta que a duras penas se sostenía destinada a sus clientes, quizás para que no se queden dormidos como él. Me acomodé y me dispuse a para presenciar la transformación de mis gafas.
Cuando finalmente mis anteojos recuperaron su capacidad para la que fueron creados, llegó el momento del pago por sus servicios. Inconscientemente, pregunté el precio nuevamente.
"Treinta y cinco", respondió “Don Sancho” con una sonrisa.
Pero yo, con la seguridad de un caballero curtido en mil batallas legales, lo miré fijamente y le recordé que habíamos acordado veinte soles. Ante mi determinación, “Don Sancho” algo dubitativo, aceptó mi cifra. No le quedaba otra. Por suerte no insistió, porque hubiera sido terrible que dejara a su libre albedrío a ese “Hulk” que duerme en mi interior, porque hasta el “Leviatán” de Hobbes siente pavor cuando lo ve paseando por el mundo sin ataduras ni control.
Antes de marcharme, le dije a “Don Sancho” que conmigo nadie pierde y que podría compartirle algunas ideas para mejorar su emprendimiento. Prometió que visitaría mi oficina en busca de esa sabiduría empresarial que fui cultivando a lo largo de los años de estudio y experimentación.
Salí del mercado con una pregunta flotando en mi mente: ¿” Don Sancho” pensó que los abogados nadamos en lingotes de oro o que haber vivido en el extranjero me otorgó el título del "Señor de las Riquezas"? No lo sé.
El Mercado “La Aurora” definitivamente siempre tiene y guarda sus misterios.
©Miguel Ángel Villegas