CATHALEYA Y LOS VINOS DE GILGAMESH

La inspiración suele llegar a mí de los modos más imprevistos. Pueden pasar meses de estar abandonado, de pronto, llega y se cuela por mi ventana. No hay forma de impedir su entrada, me tiene dominado. He tratado de huir, más siempre logra encontrarme. Jugamos al gato y al ratón, ella lo disfruta. Me tuvo abandonado por mucho tiempo. El desamparo hizo mella en mis dedos que se han vuelto ligeramente lentos, sin embargo su memoria está intacta, apenas las ubiqué sobre mi teclado comenzaron a danzar y correr de un lado a otro formando palabras.

La inspiración es como la diosa griega Afrodita, llega y transforma mi mundo, no sé si para bien o para mal. Ustedes quizás digan “para bien” porque es en ese momento cuando mis historias salen más realistas y soy más prolífico. Y cuando se va, no me deja abandonado a la buena de Dios, sino que me deja en buena compañía.

Cathaleya. Ella se llama Cathaleya, es idéntica a su madre. Para describirla y que ustedes la conozcan seguramente dedicaré muchas páginas. Cathaleya es un nombre demasiado largo para mi gusto, siempre les he dado un nombre propio que las haga únicas. ¿Cómo llamar a Cathaleya?, por ahora no se me ocurre nada.

La primera vez que la vi supe que Ella y Yo estábamos predestinados para recorrer el mismo camino. ¿Cuánto?, no importa cuánto ni cuál camino. ¿Cómo recibirla? ¿Con Short y remera? ¿Con Traje, corbata y zapatos de charol? ¿Con smoking y corbatín?, que preparar para la cena. ¿Será vegetariana o vegana?, ¿Qué bebida? ¿Agua natural, gaseosa, jugo, cerveza o vino?

La Inspiración simplemente la acompañó hasta la puerta y se fue, nos dejó al libre albedrío. A lo lejos sentí su perfume, sabía que era ella. Mi corazón golpeteaba desenfrenado al punto tal que el sístole equivocó el ritmo y danzó al mismo son del diástole, pobre mi arteria carótida tuvo que soportar la embestida. Lo logró.
La puerta se abrió y lentamente unos pasos se fueron acercando. Yo corría de un lado a otro preocupado porque no se me quemara la comida, algo que ya era habitual en mí. En algún momento pensé “son demasiados platos” ¿Cómo será ella? ¿Comerá como un pihuicho o como una boa constrictora?

— ¿Evaristo? — preguntaron sobre mis espaldas.
Me quedé estático. Lentamente giré. Era hermosa como su madre, el mismo porte y hasta con la misma altanería. Si fuera poeta diría que era una “Señorita de Tacna”. Salí de mi mutis y me acerqué.

— ¿Cathaleya? — dije.
Ni siquiera tuve tiempo de pensar demasiado, el nombre salió de golpe. Me acerqué, le ofrecí mi brazo, lo tomó y caminamos hasta el comedor. Tenía tantas cosas para ofrecerle que no supe por donde comenzar. Iba a correr a la cocina para traer algo y acompañar nuestra presentación, sin embargo su larga cabellera  cobró vida, se enredo sobre mis brazos y me retuvo. Ella sonrió. Me perdí en sus ojos. En ese instante me acordé que tenía guardados unos vinos desde hace mucho tiempo, que ya no recordaba si me los regaló Gilgamesh o los monjes Benedictinos. ¿Le gustará el vino?, me dije. No pregunté simplemente saqué uno, lo descorché y serví.

— ¿Cómo sabías que me gusta el vino?— me preguntó.
— ¡Me arriesgué!— respondí.
Las copas se llenaron. Cathaleya sabía más de mí, que yo de ella, no me importó. ¿Por qué Yo?, quise preguntar, si últimamente me he portado mal. No he sido un buen ciudadano. Como si leyera mis pensamientos, tomó mis manos.

— Deja de hacerte demasiadas preguntas. Estoy, eso es lo que importa.

El vino estaba fresco y más dulzón que de costumbre, evitó que me quedara sin palabras. La charla fluyó. Me sorprendió. Siempre supo para que venía. Finalmente dejé de hacerme preguntas y la miré de la manera más simple. Que en ese lugar éramos sólo un hombre y una mujer tratando de comprenderse, que no era la primera vez que nos encontrábamos, que ya teníamos historia. Tuve la necesidad de besarla, la besé. Ella no protestó, se abrazó a mi cuello.

Por algunos segundos pensé en la furia que podía desatar su madre si se enteraba que estaba seduciendo a su hija. ¿Adónde podía huir un simple mortal?

— ¡Evaristo, no pienses más! — dijo Cathaleya — ¿Quieres poner un poco de música?
— ¿Qué música te gusta? Tengo de todo.
— ¡Salsa!


No quise seguir preguntando, simplemente la invité para que ella eligiera la música que quisiera. Segundos después por los parlantes sonó Héctor Lavoe. Me acerqué, le tomé de las manos y la invité a bailar. Se acomodó sobre mí, mis brazos la rodearon, las melodías flotaban de un lugar a otro, nos fundimos. La noche estaba comenzando. Después de tiempo, Ella y el vino, eran la mejor compañía…
(Continuará…)
© Miguel Ángel Villegas.