UNA AUDIENCIA CON DIOS, POR FAVOR

El mundo últimamente ha estado dando señales desencontradas. No saben si es por la desforestación o es que se han desconectado los cables del wifi. Nadie se entiende. Todos sueñan con llegar a ver a Dios, pero Dios está demasiado ocupado atendiendo los casos más urgentes. El turno más cercano para una audiencia tiene una espera de ciento ochenta días, siempre y cuando se hayan cumplido ciertos requisitos. 

— ¿Alguien sabe dónde están escritos los requisitos para tener una audiencia con Dios? —preguntó Miguel Ángel.
Nadie le contestó. El cura de la iglesia del barrio se hizo el desentendido. Arrastrando los pies, lentamente se perdió detrás de la sacristía. 
— ¡Esto no puede seguir así, se hacen los loquitos! ¡Llamemos a la televisión, pero antes quememos la iglesia, vas a ver como hasta Francisco viene urgente a la Argentina— dijo una mujer.   
— ¡No exageremos! Con violencia no resolvemos nada— trató de calmar otro. 

Quince. Hace quince meses Miguel Ángel viene enviando cartas a todas las reparticiones eclesiásticas. Nada. Ni una sola palabra. Si al menos le dijeran algo, aunque sea no, pero, no dicen nada. A veces ha querido ir a solicitar una audiencia con Dios directamente con el cardenal, sin embargo él, siempre ha sido muy respetuoso de los rangos y nunca hubiera pasado por encima del padre Jonás, el párroco de la iglesia del barrio. A este paso, ha estado pensando en desenvainar nuevamente la espada y abrirse paso hasta llegar a Dios. Ese será su último recurso, quiere agotar los métodos pacíficos. 

Con tanta espera, la impaciencia lo ha comenzado a gobernar. Es de carne y hueso, sufre los avatares del destino. Ha comenzado a fumar. Comenzó con dos cigarrillos diarios y ahora se fuma hasta diez por día. 

— ¡El cigarrillo le va a hacer daño a sus pulmones, va a envejecer más rápido. Recuerde que usted no es inmortal!— le dijo Teresa, su vecina, el último domingo después de misa. 
La miró.  Sonrió. La abrazó. Besó sus cabellos, que lentamente comenzaban a pintarse de blanco y se marchó. 

Teresa, una mujer que había sobrevivido dos guerras, estaba acostumbrada a ver el dolor del alma. Ese que lastima y golpea hasta los espíritus más fuertes. La primera vez que lo miró a los ojos sintió su dolor, estaba muriendo por dentro. Lo habían golpeado de la peor manera, no le dijo nada. No le dijo que había descubierto su secreto. Se quedó callada. 

El jueves, justo antes de que el gallo cantara tres veces, Teresa se lo encontró orando en el huerto que los vecinos habían construido en una de las esquinas del parque. Se acercó lentamente, no quería interrumpirlo. Se mantuvo en silencio hasta que terminó con sus oraciones. 

— ¡Te conseguí una audiencia!—, dijo Teresa casi susurrando. 
Miguel Ángel dio un salto, quiso bailotear alrededor de Teresa. Guardó compostura, algo en su interior le dijo que no era el momento para estar dando brincos de alegría.  Tantas veces pasó por esa situación que ya había perdido la cuenta. 
— ¿Cómo lo conseguiste? — atinó a decir.
— No importa el cómo. Tienes que ir a ver a Mario en La Gran Torre, a las quince horas. No antes ni después. Él te llevará a la audiencia, recuerda que le gusta la puntualidad —dijo teresa. 
— ¡Cómo reconoceré a Mario?— preguntó Miguel Ángel.
— Cuando llegues a la torre y salga a tu encuentro el Minotauro, le dices que vienes a ver a Mario Gueller. — respondió Teresa.
— ¿Debo llevar fotocopia del documento?— volvió a preguntar.
— ¡Tu alma. Sólo lleva tu alma!— respondió Teresa sonriendo.

El día de la audiencia, la ansiedad no le permitió seguir durmiendo. Se despertó temprano. Miró el reloj, marcaba las 05:45. Se levantó. Desayunó quaker con leche y pan tostado con mermelada.
El almuerzo fue algo parecido. No tenía hambre, pero no quería llegar con el estómago vació. Se preparó una costillita de cerdo, una porción de arroz integral y algunas verduritas grilladas. Hace tiempo que no toma bebidas gaseosas. Se preparó una infusión de boldo. 

No era muy seguido para él, tener una audiencia de esa naturaleza. Sacó su traje azul reservado para ciertas ocasiones. No estaba arrugado ni tenía olor a naftalina. La última vez que lo había usado fue cuando asistió al velorio de Paulo VI. Estaba furioso, quiso destruir la Capilla Sixtina y atravesar los corazones de todos los cardenales presentes, por suerte Gabriel pudo convencerlo que en medio de todos, podía haber algún cardenal honesto. 

Salió temprano de casa. Llegó a la parada de colectivo y se subió en el 128 que lo dejaría a dos cuadras de “La Torre”. A esa hora del día el colectivo iba casi vacío. Revisó su carpeta y repasó sus anotaciones. 

— ¿Qué quiere?— preguntó el Minotauro, resoplando cuando lo vio llegar.
Lo iba a mandar al carajo, pero sabía que de ese modo no iba a lograr ingresar a La Torre. Respiró.
— Soy Miguel Ángel, vengo a ver a Mario Gueller. — respondió.

El Minotauro lo miró de pies a cabeza. Había escuchado de ese tal “Miguel Ángel” y sabía de su mal carácter, así que no siguió preguntando. 
— Adelante — dijo —, el Sr. Mario Gueller lo está esperando en el zaguán. 

Avanzó. Luego de algunos minutos por el pasillo interminable, se encontró con Mario. 
— Querido, te estaba esperando. Bienvenido a La Gran Torre. Faltan algunos minutos aún, así que vamos a tomar algo para que te relajes. Te siento muy tenso. 

Miguel Ángel no dijo nada. Sonrió. Al menos, esa mueca que se formó en su rostro parecía una sonrisa. Subieron al ascensor.
— Él ha estado hablando de ti toda la semana. El lunes cuando se enteró que algo tuviste que ver en la elección de Francisco como papa, se enfureció. ¿Cómo se te ocurre “apretar” a los cardenales europeos, acaso no sabes que ellos tienen más siglos de conocimiento? — dijo Mario.
— ¡Me chupa un huevo, así tengan una eternidad!— respondió Miguel Ángel enojado. 
— ¡Calma!, sólo era un comentario— casi susurró Mario, también conocía su mal carácter. 
Por fin llegaron al final del viaje.  Bajaron. 

— Bienvenidos al paraíso— Dijo la señorita que salió a recibirlos. —Pasen, tomen  asiento. El Creador aún está en una audiencia con algunos funcionarios de Odebrecht que consideran que él los ha dejado abandonados a su suerte, pese a los ruegos, a las misas, a los cirios que han encendido en cada esquina de la favela “Ciudad de Dios” y como no han obtenido réditos, quieren un reembolso. Estuvieron a punto de ser arrojados al infierno, pero los de Odebrecht le recordaron al creador que Brasil forma parte del BRICS y podían con sus socios hacer que sus ciudadanos practiquen la religión musulmana, hindú o protestante. Ahora están negociando un acuerdo salomónico.  

Se sentaron. Minutos más tarde se abrió la sala de Audiencias y salieron los funcionarios de Odebrecht con sus trajes de Armani y sus camisas de seda. Estaban sonrientes. Demasiado sonrientes. Mal augurio. Solo podía significar una cosa. Dios estaría con un genio de mil diablos o lo que es peor, estaría quizás pensando en enviar otro diluvio.

— ¡Pasen por favor, el Creador los está esperando!— dijo la señorita.
Se levantaron e ingresaron. Tuvieron que cubrirse los ojos con las manos, el resplandor era demasiado intenso. 
— ¡Adelante, hijos míos!— dijo Dios—, vénganse para el balconcito que es una linda tarde y de paso disfrutamos el paisaje. 
Caminaron hasta el balcón, donde había una mesa preparada con una canastilla en el centro, llena de frutas diversas y unas rodajas de bizcochuelo en otro. Un par de vinos y unos vasos acompañaban. Unas sillas de juncos hacían juego. Se sentaron.
Miguel Ángel tenía demasiados pensamientos y no sabía cual tomar primero.  Disfrutó del paisaje. A lo lejos el río bajaba lentamente, sin mucho ruido. A esa hora de la tarde, los pajarillos dejaban sus nidos para disfrutar de la suave brisa.
—A ver hijo, cuéntame, ¿Qué te trae por acá?— preguntó Dios.
— ¡Tengo un problema!— respondió Miguel Ángel.   
— Bueno, al menos es uno solo. Teresa me asustó cuando me contó que llevabas tiempo queriendo tener una audiencia conmigo. Cuéntame, ¿Qué te sucede? ¿Quieres casarte, tener hijos? El celibato no corre para los arcángeles— dijo Dios risueño. 
— ¡No, señor!, lo mío quizás para ti sea algo simple, pero para mí es muy importante.—dijo buscando las palabras adecuadas y continuo—, Padre, he crecido escuchando que tú eres el Alfa y la Omega, que eres el Todopoderoso, el principio y el fin. 

Dios, sin comprender el planteo.
— ¿A dónde quieres llegar?— preguntó. 
— Verás señor —dijo dubitativo—, Siempre he sabido que eres el creador. Comprendo el trabajo que me has encomendado. Pero, me han entrado dudas. 

— ¿Dudas?— atinó a decir Dios.
— Si señor, ¡Dudas! — Enfatizó—, me he leído el antiguo testamento y el nuevo testamento, de comienzo a fin y viceversa. Podría decir, por ejemplo de Mario con total certeza que es hijo de Abraham, de Isaac y de Jacob, conforme lo certifican las escrituras. Pero, y Yo, ¿que soy, un hijo adoptado o un hijo extramatrimonial?
— ¿De qué estás hablando Miguel Ángel?— dijo Dios ligeramente ofuscado.
— Perdone Señor por traerle este tipo de problemas, pero es algo que me martilla la cabeza diariamente y no puedo hacer mi trabajo tranquilo — dijo Miguel Ángel, continuando con su planteamiento—, Como usted sabrá, nací en Lima. En la maternidad de Lima. Durante los cinco años del primario y los cinco del secundario me enseñaron que Dios, era el Dios de los Incas, y el Dios de los Incas era el Sol, por ende, yo debo ser descendiente de Manco Cápac, de Sinchi Roca o de Wiracocha.  Fíjese, cuando se estaba construyendo Caral, se estaba construyendo Babilonia. Ellos ya tenían un Dios. Además, si usted leyó las cartas de mi primo Bartolomé de las Casas observará que tus hijos y  fieles seguidores trajeron pestes y muerte para quince millones de personas. El Dios Sol, era más justo, educaba a sus hijos, tenía reglas equitativas que se cumplían: Ama Sua, Ama Llulla, Ama Quella. Todos trabajaban para el bienestar común, la comunidad. Para rematarlo, tus hijos Francisco Pizarro, Diego de Almagro y el cura Hernando de Soto se dividieron América en tres partes iguales para saquearla. ¿No te has dado cuenta que quizás en ese saqueo masacraron a los hombres más ilustres que habitaban este continente?.

Dios en silencio, escuchaba. 
— Desde entonces, no se volvió a momificar, ni realizar operaciones al cerebro como los Paracas —continuó Miguel Ángel—, tampoco dibujar más líneas como las de Nazca, no se volvió a cultivar en la Puna como los Tiahuanaco. ¿Se da cuenta?, usted no es un Dios justo. Se ha vuelto muy burocrático. Yo que soy un arcángel necesité quince meses para una audiencia y gracias a la buena intercesión de Teresa de Calcuta pude obtenerla. ¿Se imagina lo que deben esperar sus hijos más comunes?. Señor, en conclusión: no quiero seguir siendo un arcángel. 
  
Dios, en silencio. No esperó esas palabras, pero siempre supo que llegaría ese día. Era su primer hijo, su primogénito. Su hijo ya había crecido y era tiempo de dejar la casa, de buscar su propio destino. Le dolía el alma, más su corazón se regocijaba. Él sabía que los hijos debían superar a los padres, es el modo natural, sino, ¿para qué les dio el libre albedrío? 
Se levantó. Se acercó y lo abrazó. 
— Ve hijo mío. Para eso viniste a este mundo. ¡Te doy mi bendición!

Por fin, Miguel Ángel sonrió. Se despidió y avanzó hasta la puerta del ascensor. Segundos después se abrió y salió Jesús, el nazareno.
— Hola Brother, ¿como estás? ¿Cómo andan los Cananeos, siempre haciendo quilombo?— bromeó Miguel Ángel.
— Ya los conoces como son de quilomberos — dijo Jesús—, ¿Está el viejo?
— Está con Mario, su secretario— respondió.
Llegó a la planta baja. Caminó algunos metros hasta la entrada de La Gran Torre. El Minotauro le abrió la puerta y lentamente, Miguel Ángel se fue perdiendo en medio del gentío que a esa hora de la tarde salía a caminar.

Autor: Miguel Ángel Villegas                                                        ©Todos los Derechos Reservados

Tags