A lo largo de nuestras vidas nos cruzamos con miles de Sibilas que nos dan pronósticos, buenaventuras o maldiciones para nuestro futuro. Algunas pitonisas aciertan, de otras, sus palabras, simplemente se diluyen en el vacío.
Nadie puede escapar a estos oráculos que se lanzan sobre el destino de los hombres como sanguijuelas para chuparnos nuestra libertad.
Sepamos que “La Sibila” es un personaje de la mitología griega y romana, quienes estaban dotadas del don de la profecía y tenían una gran reputación como adivinas. Según algunas tradiciones, hubo una joven hija del troyano Dárdano y de Neso (hija del gobernador Teucro) que se llamaba Sibila, quien poseía cualidades adivinatorias. Ese es aparentemente el origen del nombre Sibila.
En lo personal he conocido muchas que han profetizado catástrofes monumentales dignas de una película de Hollywood. Una de las que me viene a la mente lo escuché de una pitonisa que creyéndose acreedora de esas cualidades, le dijo a mi madre: “Tus hijos no van a salir de este maldito pueblo, van a morir aquí, siendo campesinos ignorantes”
Y… mi madre, que es más religiosa que Juan XXIII o La madre Teresa de Calcuta, no les prestó demasiada atención a los adivinos improvisados. Simplemente le respondió: “No escupas al cielo que tu propia saliva puede caerte en la cara. Recuerda que tú tienes hijas mujeres y Yo hijos hombres, tienen huevos y pueden ir a cualquier parte del mundo sin pedirle permiso a nadie”.
Eran otros tiempos, en el cual las mujeres tenían mayores restricciones. Otro día quizás hable sobre este tema.
Ya en casa mi madre nos dió sus recomendaciones: “asegúrate que quien te critique sea mejor que tu. Si es mejor que tú, seguramente te está dando un consejo, pero si no lo es, simplemente tápate los oídos por que sus palabras no son importantes y lo más probables es que esté hablando de envidia”.
Qué coincidencia, treinta años más tarde un querido amigo, el Dr. Augusto Flores Cárdenas (QEPD) en una de nuestras habituales charlas de café me dijo.
—La crítica no es lo malo, siempre es bienvenida, lo que es malo, es la animosidad con que lo dicen. El que te critica sin razón y sin fundamento, lo que realmente te está diciendo es “Envidio lo que tú eres, lo que haces o lo que estás logrando y como Yo no puedo hacer lo mismo o no tengo la capacidad para lograrlo, entonces te critico para que no sigas creciendo, de ese modo te quedarás en el mismo lodo en el que yo me encuentro y de donde no sé cómo salir”, es decir, continuó “al mediocre no le gusta estar sólo y querrá que otros lo acompañen en su mundo”.
No sé, si sus hijos hemos superado las expectativas de mi madre, pero seguimos creciendo y seguramente mañana cuando vuelva a salir el sol, nos encontrará en un peldaño más arriba.
¿Cómo nació la idea de este texto? Hace un par de semanas atrás en nuestra charla habitual de los jueves, donde nos reunimos un grupo de amigos e invitados para tratar diversos temas, surgió la idea de prestarnos libros que se están llenando de polvo en nuestras bibliotecas personales.
Rosendo Guerrero, un gran amigo (No le pregunté aún cuántos años tiene, qué descuido el mío. Cálculo entre 70 a 80 años. Se lo preguntaré el jueves que viene), un peruano que en la década del 50 se vino a despedir de sus primos que estudiaban medicina por que se iba a Europa para ser matemático. El destino lo retuvo en Buenos Aires. Es matemático. Ha sido profesor de la Universidad de Buenos Aires.
Aquél jueves trajo dos libros.
— Doctor, esto es para usted— dijo sorprendiéndome.
Los libros siempre son los regalos que más aprecio. Uno de ellos es precisamente “La sibila” de Par Lagerkvist, un escritor sueco que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1951.
Me quedé sorprendido. En ese preciso momento recordé algunas palabras suyas, dichas hace unas semanas atrás respecto de un artículo anterior: “Le falta un poco de fantasía” Me quedé pensando. Recordé, era cierto, le faltaba ese plus que trasforma a mis textos en adictivos. Mi último artículo de esas características lo había escrito durante mi estadía en Lima. En algún momento me había perdido. ¿Cuándo pasó? Debía encontrar el camino de regreso. Cuando vi los títulos de los libros que me estaba regalando comprendí que quería que regresara a mis ensoñaciones, a esas divagaciones donde me dejo llevar por los personajes o los textos. “Tiene razón Rosendo”, pensé, “en los dos últimos dos años he dejado de escribir en libertad. Mi mente ha estado prisionera de las circunstancias. Me he perdido en las nebulosas del olvido. Debo regresar”.
Espero pronto regalarle a Rosendo buenas historias, como a él, le gusta leer. Es fan de mis textos y no pienso defraudarlo.
En el libro “La Sibila” dice: “…La anciana continuó callada largo rato, como si estuviera ausente o recogida en si misma.
—¿Qué le preguntó al oráculo?—dijo finalmente, como despertando de sus propios pensamientos.
—Le pregunté cuál era mi destino?—contestó el hombre.
—¿Tu destino?
—Sí, mi destino. Mi vida, qué será de ella. Qué es lo que me espera.
—Es lo que preguntan casi todos, es lo único que les preocupa. Pero, ¿Qué tiene de extraordinario tu destino?¿Hay algo en particular en ello?
—Sí. Lo hay.
Y relató algo característico que le había acontecido: Un día, estando yo delante de mi puerta, vi un desconocido que se arrastraba ante ella con su cruz. …era frecuente que por nuestra calle pasara un grupo de soldados conduciendo a alguien que debía ser crucificado; ése era precisamente el camino del patíbulo. Tampoco me pareció que había nada especial en aquel hombre. Estaba pálido y cansado; parecía exhausto. Por eso se detuvo un rato y se apoyó contra la pared de mi casa, cerca de donde yo estaba. Eso no me agradó, pues pensé que podría traer desgracia a la casa el hecho de que un condenado a muerte, un desdichado, se apoyara en ella. De modo que le dije que siguiera su camino, que no permaneciera ahí.
Entonces se volvió hacía mí, y cuando vi su rostro comprendí qe no era un hombre singular como todos, que había algo singular en él. …su expresión no traducía de ninguna manera la cólera, era más bien dulce y abandonada, pero no sin firmeza, y con tono en cierto modo atemorizador, que nunca olvidaré, me dijo:
—Por qué no puedo reclinar la cabeza contra tu casa, maldita será tu lama para siempre.
Los soldados lanzaron una carcajada, y como tampoco querían que se detuviera, lo obligaron a seguir. Pero antes de continuar volvióse nuevamente hacia mí y con tono amenazador me dijo:
—Por haberme negado esto sufrirás un castigo mayor que el mío: no morirás jamás. Errarás en este mundo por la eternidad, y nunca encontrarás paz.
Y acomodándose la cruza, se arrastró otra vez, a lo largo de la calle hasta desaparecer un poco más allá de la puerta de la ciudad…”
Si miramos hacia atrás en nuestras vidas descubriremos que hay hechos que nos han transformado, para bien o para mal. Cuando miro hacia atrás, compruebo que si no hubiera llegado a aquél pueblito a los cinco años, no habría descubierto que me llevo mejor con las mujeres que con los hombres. A ellas, por alguna razón, siempre les caigo bien. Cuando era pequeño solían defenderme de los chicos más grandes. Que mis mejores amigos por lo general casi me duplican la edad. Cuando tenía 9 o 10 años, por lo general mis amigos tenían 25 a 30 años. Los niños de entonces me parecían que estaban dedicados a sus niñerías. Mi mente estaba en lo que quería para mi futuro, en escribir, en dibujar. De esa época no recuerdo un solo amigo. Mis mejores amigos los hice en el secundario, cuando ya estaba viviendo con Luchita, mi abuela.
Cuando la recuerdo a Luchita, podría decirse que era una “Sibila” de la modernidad. Sabía ver las potencialidades en las personas, y que durante los años que vivíamos en su casa nos adoctrinaba para ser fieles seguidores de “LA RAZÓN”. El “No puedo” era una palabra que no estaba escrito en ninguno de sus libros. Creo que si hubiera conocido a René Descartes cuando dijo “Pienso, luego existo”, ella se lo habría discutido y quizás, hoy la frase diría “Pienso, existo y actúo”. Con ella estuvimos en la larga fila para despedir a Víctor Raúl Haya de la Torre en la Casa del Pueblo, el día que murió. Con ella hemos atravesado el Jirón Conde de Superunda (hoy Jirón Lima) en octubre acompañando a la Procesión del Señor de los Milagros. Era su “Niño mimado”. El día que me vine a Buenos Aires. “Si tuviera plata, no te dejaría ir”, me dijo y se largo a llorar. Años después, una madrugada, cuando ya estaba estudiando, ella llegó al departamento donde vivía en la calle Combate de los Pozos al 300. Abrió la puerta de la habitación. Me miró. Sonrió. Se dio media vuelta y se marchó. Medio dormido me puse de pie y salí a la sala buscándola. “Mamita”, la llamé. No contestó nadie. Fui hasta la cocina. Estaba vacía. “Mamita Lucha”, volví a llamar más fuerte. Me contestó el silencio.
Volví a la sala, me senté. Lentamente algunas lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que yo pudiera evitarlo. Horas después llamé. No contestó nadie. Insistí. Nadie. Insistí. Nadie. Insistí. “Aló, ¿Quién habla?” “Luchita, Luchita”, dije. “Lo siento, ella, ya se marchó”, me dijeron. Aquél día vagué por la ciudad sin rumbo.
Siempre he dicho que no he tenido mecenas que me banquen monetariamente. No es del todo cierto. Podría decirse que a lo largo de mi vida he tenido mecenas encubiertos que siempre me han ayudado y protegido con sutileza para no ser descubiertos, como a Perseo, el semidiós griego. Siempre encontré una mano amiga, un consejo. Me han adoptado como el hijo o el nieto querido. El único pago que me han reclamado es “Charla, charla y más charla”. Y…si es de charlar, puedo charlar horas y horas. ¿El tema?, cualquiera.
¿Cuál es mi destino? Es la pregunta que a veces suelo plantearme también, como el personaje de La Sibila. He reescrito el que me estaba predeterminado. Cuando reviso cada una de las cosas que me han pasado a veces pienso que el destino también se ha cobrado el desaire. No me ha perdonado que lo haya reescrito. Me ha golpeado de todos lados, de todas las formas posibles. Ha arranco mis arterias, ha aprisionado mis ideas. Me ha arrojado a los infiernos, ha enclaustrado mi alma. Me ha dejado cicatrices. No ha podido detenerme. No se puede detener un espíritu libre. ¿Algún día haremos las paces?, quizás. Hoy, no.
¿Qué es la felicidad? Quizás sería inmensamente feliz siendo un campesino como lo predijo la “Sibila del pueblo”. Estaría obeso, lleno de hijos, masticando mi coca con cal, tomando mi anisado todas las mañanas. Los fines de semana emborrachándome hasta perder la conciencia. Mi mujer, zurciría mis trapos viejos para ir a misa los domingos. Sería feliz, muy feliz. Inmensamente feliz.
En algún momento me sentaré a negociar con mi destino. Quizás mi mayor pecado haya sido querer trascender. Quizás lo que jamás me perdonará el destino, es querer ser inmortal.
Por Miguel Ángel Villegas.