Don Ambrosio Ventura, no dijo nada. Pasó de largo hasta el centro del patio del colegio. Dio un par de vueltas, giró sobre sus talones, se puso en posición de descanso, se acarició la barbilla, frunció el entrecejo.
— ¿Quiénes son esos maricones que se atreven a emboscar a mi hijo?— Gritó.
— Señor Ventura, está asustando a los niños.
— ¿Cómo no se asustaron cuando emboscaron a mi hijo? ¡Ahí, si fueron valientes! ¡Salgan malditos cobardes! ¿Acaso quieren que los vaya a buscar a sus escondites?— volvió a gritar.
En fila india fueron saliendo, uno por uno, cabizbajos, sin decir ni pio. Es más, hasta se habían olvidado de respirar que al llegar frente a Don Ambrosio Ventura, los párvulos estaban morado.
— ¡Respiren carajo, no quiero que se me mueran antes de torturarlos!— dijo con voz potente que casi estremeció el portón gigantesco de la puerta de entrada de la escuela, para luego echarse a reír a carcajadas.
La señorita Ariana Monzón Fuentes, profesora de la escuelita del pueblo no pudo evitar que Don Ambrosio Ventura tomara uno de los salones vacíos, se acomodara en una de las sillas y comenzara a llamar uno por uno. Los interrogó, trató de encontrar el motivo que llevó a esos jovencitos a emboscar a su hijo y darle algunas tundas. Los miró exhaustivamente. Les preguntó y repreguntó. Escudriño sus mentes. Se metió en sus personalidades. Al caer la tarde, ya sabía lo todo. Cuando salió el último, del mismo modo que llegó a la escuela, se fue.
— ¡Que tenga buenas tardes señorita Monzón!—dijo quitándose el sombrero.
— ¡Sepa usted que esto voy hacer saber a las autoridades de la provincia— dijo la señorita Monzón.
— Haga lo que usted crea conveniente. ¡Buenas tardes!.
Atravesó la puerta de entrada de la escuela y se perdió en la calle principal.
El sol mientras tanto corría lentamente por las cumbres perseguido por las sombras que trataba de alcanzarlo. Pasaron media hora, quizás cuarenta y cinco minutos, al final, las sombras no pudieron alcanzar al sol, pero cubrieron todo el valle con sus sombras. La luna ya había comenzado a danzar su malambo de todos los días. Hay días que se le ocurría avanzar al ritmo de un landó, otras, lo hacía al ritmo de una marinera, pero a Guillermo Ventura principalmente le gustaba cuando la luna avanzaba danzando al ritmo de un huaynito. No de cualquier huaynito, sino de ese que dice “Tantas mentiras; tantas traiciones me han perdido / que no quisiera amar a nadie en este mundo. / Estoy muy triste en la vida malaya mi destino Ayrampito,..”; él lo acompañaba también danzando en el patio trasero de su casa. Adoraba esa canción porque le traía recuerdos del pueblo de su madre. En ese lugar había sido feliz. Siempre creyó que había cometido algún pecado por eso dios lo había enviado al infierno. Acomayo, no era un pueblo como los otros pueblos. Hasta el puente que permite atravesar el “Río Chillón” para llegar al pueblo tiene un nombre muy particular: “Puente del diablo”
La luna y la cruz del sur solían ser sus compañeras en aquellas noches cuando añoraba las callecitas de ese pueblo que tuvieron que dejar por que a su padre lo habían destacado a una localidad cerca de Lima. Extrañaba a la “Pichuchanka” (nombre del gorrión americano) que solía llegar todas las mañanas, posarse en el eucalipto de su casa y cantar hasta que los rayos del sol poblaban las calles. Extrañaba a su primo Marlon, a su abuela materna. Extrañaba hasta a las estrellas que se habían quedado para guiar a los caminantes. Las únicas que siempre lo acompañaron a todas partes fueron la luna y la cruz del sur. Lo acompañaron durante toda su vida. Estuvieron presentes, la noche que Malena Rivera lo dejó. Estuvieron la tarde que conoció a Maria Elena, la muchacha de los ojos color café. (CONTINUARÁ…)