Por: Guillermo Ventura
Medio cansado por haber dormido muy poco, llegué casi arrastrándome hasta la parada del colectivo. A lo lejos, el aullido lastimero de un pequeño cachorro cortaba el silencio de un día cualquiera del mes octubre que comenzaba a clarear. Parado sobre una calle triste y sin final, poblado de gatos de todos los colores y tamaños que corrían de un lado a otro, como tratando de marearme con sus ojos chispeantes. Mientras, mis manos, apretaban un vaso descartable lleno de café que iba sorbiendo poco a poco para calentarme el alma y atenuar el viento fresco que recorría estos senderos llenos de podredumbre y melancolías. De pronto, en medio de ese silencio, escuché unos murmullos...
— ¡Es ella!—pensé.
Sin saber porqué, comencé a correr desesperado. Tropecé con algunas baldosas y algunos tachos de basura que encontré en mi camino. A pesar de ello, seguí corriendo. Mis piernas habían adquirido vida propia y dando largas zancadas arrastraron al resto de mi cuerpo que simplemente se dejó llevar. Mientras tanto, mi mente siguió pensando…
— ¡Es ella!
!Es Ella! |
Mi mente siguió imaginándote de todas las maneras posibles, que ni siquiera los académicos con sus leyes gravitacionales o aquellas las del péndulo perfecto podían evitar que siguiera escuchando tus murmullos. Es decir, que mientras mis sueños se iban remontando con el viento, seguía corriendo y seguía pensando…
— ¡Es ella!
Mis piernas ya extenuadas de buscarte, poco a poco fueron disminuyendo sus zancadas. Pronto confirme que la calle por la que avanzaba no tenía salida. Me desesperé, Mi mente se embruteció y mis brazos comenzaron a golpear la pared tratando de derribarla. Por algunos minutos, mis puños, siguiendo sus instintos se estrellaron una y otra vez contra el obstáculo que tenían enfrente. De pronto, mi mente volvió a gobernar mi cuerpo, regresé sobre mis pasos y continúe corriendo siguiendo tus murmullos. Iba tan rápido que hasta el tiempo debía apresurarse para seguir mi ritmo. Cuanto más corría, más fuerte se oían tus murmullos. Mi corazón golpeteaba desesperadamente las paredes de mi tórax, mientras pequeñas gotas de sudor comenzaban a correr por entre las arrugas de mi frente. Ante cada zancada que daban mis piernas, mis oídos podían oír más fuerte tus murmullos, al tiempo, que mi mente seguía pensando…
— ¡Es ella! ¡Es ella!
Transpirado y agobiado por no lograr descubrir de donde provenían esos murmullos, llegué hasta la esquina de “Las rosas”, Giré en seco y descubrí lo que andaba buscando. Mis pupilas se sorprendieron con la imagen que vieron aquella mañana de un día cualquiera del mes de octubre.
Los murmullos, provenían de una harapienta y sucia mujer quien recostada sobre algo que parecía una cama, hecha de cartones y trapos viejos, arrullaba entre sus brazos a un niño pequeño que jugueteaba con unos de sus dedos, al mismo tiempo que ella, repetía una y otra vez:
— ¡Mi querido hijo! ¡Mi querido hijo!....
Al verme llegar desesperado, levanto su rostro cubierto de suciedad y me sonrió. No me dijo nada, sólo me sonrió. Me sonrió con la misma sonrisa de... ¡Ella!
Aquella mujer continuo acariciando a su pequeño. Siguió arrullándolo con el amor que a ella debía sobrarle. Entre toda esa mugre, por alguna razón, la vi tan deslumbrante, tan alba, tan esplendorosa, que hasta tuve que cerrar los ojos para que no me encegueciera. Tampoco supe la razón por la que mi mente y cada parte de mi cuerpo se llenaron de paz. Le sonreí. Di media vuelta y regresé al paradero del colectivo, tratando de comprender a mi mente que se había dejado llevar por sus sueños. Tratando de comprender por que razón había imaginado que aquellos murmullos eran de... ¡MI MADRE!
Mientras iba acomodando mis pasos en el cemento de estas frías calles mojadas con el rocío de la mañana en un día cualquiera del mes de octubre, descubrí que en definitiva todas las Madres tienen el mismo murmullo. Mientras regresaba hacia la avenida donde estaba el paradero, el viento que debió haber viajado por las más remotas regiones del planeta, trajo hasta mis oídos la voz de mi madre que decía:
— ¡MI QUERIDO HIJO!
Entonces, sin comprender por que razón, vi sus ojos claros en la pared de enfrente y sentí sus manos acariciar mi rostro y ya no me sentí tan solo en aquella fría madrugada.
Escrito y publicado en 2003 (corregido Agosto 2011)