EL NIÑO DE MAMÁ

Ayer jueves 12 de noviembre fue un día atípico, por las cuestiones políticas que están pasando en el Perú, por las cuestiones laborales (hay más trabajo en el Estudio), pero sobre todo porque me siento el NIÑO DE MAMÁ.

Desde pequeño, con Marcela, mi madre hemos tenido una gran conexión. Entendemos nuestras bromas y reímos cada vez que nos sentamos a charlar. Hacía tiempo que no sabía lo que era el “Cariño de mamá” y ahora que he regresado al nido materno, ella se desvive en brindármelo. Al principio como ese becerro perdido me costaba aceptar todo ese tsunami de amor que me daba mi madre que con el pasar de los días todo se fue haciendo más “Natural”, será quizás por eso que los médicos dicen “realiza algo por 21 días, tu cerebro lo grabará y se acostumbrará a verlo como algo natural”

Ayer, mientras me preparaba para salir a trabajar, mi mamá entró a mi dormitorio.

— Acá te dejo una manzana para que te lleves y te lo comas cuando tengas hambre— me dijo.

Me hizo sentir que soy el NIÑO DE MAMÁ. Ella sabe cómo llegarme al corazón, sabe como usarlo cuidadosamente, de modo tal que no me sienta invadido. 

Hace muy poco le pregunté ¿Qué te hubiera gustado ser, si hubieras tenido la oportunidad de estudiar el secundario y la universidad?

Sin dudarlo.

—¡Maestra de escuela! — me respondió —siempre me gustó educar a los niños, enseñarles las vocales, los modales, que se superen, que sean mejores personas. A los niños hay que educarlos desde pequeñitos.

— ¿También les hubieras tirado su piedrazo en el talón de Aquiles como  a los mataperros de mis hermanos menores? — le pregunté inquisitoriamente.

Lanzó una carcajada.

—Esos majaderos, a veces me sacaban de quicio — me respondió.

Y es que, quedó aquella anécdota en la cual Marcela, mi madre, los había mandado a hacer unos recados a dos de mis hermanos (Tati y Fico), quienes, como siempre cuando estaban juntos se perdían en sus laberintos imaginarios o causaban tal desastre que hasta el demonio de Tasmania temblaba. En lugar de hacer el mandado, los mataperros se habían entretenido en hacer de las suyas en la calle (en aquella época vivíamos en el Pueblito de nuestra infancia). 

Al ver la tardanza de mis hermanos, mi madre salió a buscarlos y los encontró, como ella lo imaginaba, jugando en la plaza del pueblo. Calculo que mi madre solo quería tirarles de las orejas, pero ellos, ¿Qué hicieron?, pues, salir huyendo. Corrieron. Corrieron más rápido que la velocidad de la luz, corrieron tan rápido que hasta los chasquis habrían envidiado su rapidez. Ellos, buenos soldados entrenados por mi padre militar, más que correr, volaron. En medio de la plaza, sin montículos, sin rocas ni trincheras donde esconderse, corrieron como los hijos del viento para evitar las represalias de una madre enojada, corrieron como los soldados de la Segunda Guerra mundial en el Día tratando de atravesar la playa y evitar ser alcanzado por las balas. 

En ese fragor de la batalla, los dos soldados se encomendaron al dios Sol de sus padres y aceleraron sus pasos tratando de perder al enemigo. 

Sin embargo, ellos, no contaban con la magnifica puntería del francotirador. Deduzco que, como Macgyver o como Sherlock Holmes, esa madre enojada hizo los cálculos matemáticos en su mente en milésimas de segundos: calculó la velocidad del viento, la distancia y la luz perpendicular del sol sobre la campana de la iglesia del pueblo, le sumó el teorema de Pitágoras y el movimiento rectilíneo uniforme. 

Cuando obtuvo el cálculo preciso, recogió un proyectil perfecto en su imperfección, se recostó sobre una de sus piernas, como apoyo. Echó su brazo derecho hacía atrás, sacó un latigazo y lanzó el proyectil en un ángulo de 45 grados que viajó raudamente por el espacio buscando su objetivo. No estoy seguro si aquél proyectil tenía un radar interno, por que esquivó el viento de las 13:30 pm que a esa hora sube en ráfagas por la quebrada, rozó el ala de una avecilla despistada que se cruzó en su camino, esquivó al sauce que dormitaba la siesta y cuando divisó el talón de uno de los escapistas, se impulsó con todo el aliento que le quedaba en sus pulmones.

—Talón a la vistaaaaa! —-gritó y se estrelló.

El escapista al sentir el impacto del proyectil en su talón, sintió un dolor petrificante, salió despedido sobre su ángulo izquierdo y se estrelló contra una de las paredes de la casa vecina colindante. Rodó algunos metros y se detuvo entre los jardines incipientes del parque. La piedra, agonizante, levantó su cabecita, observó a su víctima y se desvaneció. Había cumplido su trabajo.

El otro soldado al ver a su compañero, su brother, su causa, su chochera, caer todo despanzurrado en medio de una polvareda, se frenó, regresó sobre sus pasos para brindarle los primeros auxilios a su compañero de armas. Lo ayudó a levantarse para enfrentar su derrota, cubiertos de moco y polvo avanzaron lentamente para rendirse ante el enemigo. Se rindieron.  ¿Qué pasó después?, eso lo contaré en otra ocasión o quizás lo escriba y lo lean en alguno de los cuentos que publicaré.

Decía que mi madre me mandó al trabajo con mi manzana. Yo no sé si todas las madres son así, pero al menos Yo tengo la fortuna que mi madre me manda a trabajar con mi lonchera. ¿Qué le puedo decir?, nada, lo guardo en mi morral y aparezco en la Oficina con mi manzana, mi mandarina o mi plátano. Mis socios me envidian.

Soy afortunado, ¿no lo creen?, todo eso me lo he perdido por más de 25 años. Ya me lo reclamó también, eh.
Eso también se los contaré en otra oportunidad, háganmelo recordar.

© Miguel Ángel Villegas
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RECUERDO FESIBU.
Este texto fue publicado el 13 de noviembre de 2020.- 

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