MIS MANOS PEQUEÑAS Y EL PINCEL

En cierta ocasión, mientras cursaba el secundario en el colegio Guadalupe, en el curso de artes plásticas el profesor nos mandó que fuéramos al museo de Bellas Artes, que observáramos las exposiciones, nos inspiremos e hiciéramos un trabajo práctico.  Ya en el lugar con lo primero que me topé fue con unas pinturas que parecían que alguien por descuido las había ensuciado o les había tirado pintura para borrar ese mamarracho. Más tarde, cuando se lo conté a Luchita mi abuela, me dijo que a ese conjunto de cuadros las denominaban “Pinturas abstractas”. Son una porquería, le dije. Ella, se rió.


Presenté mi trabajo y aún cuando no fue el mejor, obtuve una buena nota. El profesor me hizo algunas recomendaciones para mejorar mis próximos dibujos. Ese fin de semana recordé que cuando era pequeño una tarde en la casa de mi infancia encontré debajo de la cama de mis padres una caja llena de dibujos realizados en tinta china. Había paisajes, héroes y diversos personajes.
Le pregunté a mi madre de quién eran esos dibujos. !Pregúntale a tu papá!, me dijo.
Y... Le pregunté a mi papá.  Mi padre me contestó con evasivas. !Es de tu abuelo!, me dijo.  Cuando quise hacerle otras preguntas, me respondió que estaba ocupado,  que en otro momento me contaría. El tiempo pasó. Años más tarde, mientras charlábamos sobre la familia, le volví a preguntar ¿de quién eran esos cuadros pintados en tinta china?: “Son de Basilio, mi padre”, me dijo.
En ese instante comprendí que el arte de pintar estaba en mi sangre, estaba en mis venas,  estaba en mis genes.
No recuerdo la cantidad de cuadros que he pintado, casi todos los he regalado. Por cumpleaños o por el simple afecto. Al igual que mis poemas, casi todos tienen nombre y apellido y por general, han sido ellas, las que me han inspirado a pintar. Tengo algunos proyectados, no sé cuando los terminaré. Quizás nunca.
Desde pequeño supe que podía pintar, qué podía hacer trazos que significarán algo, que contarán historias, sobre todo si alguna chiquilla me pedía que le hiciera algún dibujo o que le escribiera algún poema. 


Patricia Warnes (Expositora)
A pesar de todo ello, nunca me percaté que tenía las manos pequeñas.  Lo descubrí Hace unos días atrás cuando asistí a la presentación de los cuadros de una pintora en la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos.  En medio de la presentación con Patricia Warnes la artista que presentaba sus obras, pudimos conversar algunos minutos. Me contó que había estado varias veces en Perú, particularmente en Lima. Hablamos de Lima, de la cultura del Perú, de su comida, de sus playas y de sus paseos campestres, mientras por el salón circulaban las bandejas con vasos de vino y algunos bocadillos. Hablamos de Machupicchu, de la cultura nazca y paracas, de los mochicas, ella también es alfarera.
La charla fluyó de Buenos Aires a Lima y de Lima a buenos Aires y entre toda esa charla cultural, hablamos de sus obras, hasta que de pronto “tengo las manos pequeñas”, dijo tratando de volver a ser el centro de atención por que su madre se lo estaba robando sin quererlo, “pianista ya no podía ser. Encima tenía el karma de tener una madre que es un artista plástica muy reconocida. Algún arte tenía practicar”. Nos reímos. Miré mis manos y me percaté que también tenía las manos pequeñas. “ya somos dos, tampoco puedo ser pianista y por eso le he dado a la pintura y la literatura”, dije. Volvimos a reir. Fue una tarde apoteósica. Cuando me retiré, me fuí muy contento por varias razones: había vuelto a mi habitual bohemia con los artistas, como antes, cuando compartía sendas tertulias con escritores y poetas de Boedo. 
Estaba agradecido  con Nora, una gran amiga argentina (socióloga) con quien cada vez que nos encontramos sostenemos grandes discusiones, de todos los estilos. Siempre me está insistiendo para asistir a estas presentaciones. Cada semana me hace llegar invitaciones. “Tienes que venir, hoy va a estar  el escritor fulano de tal, el artista plástico menganito, te lo voy a presentar. Tienes que tener esos contactos. Te va a servir mucho, sobre todo a vos que te gusta todo eso. Con tu carácter les vas a caer bien a todos. ¿Quién no te va a querer a vos?”, me suele decir cada vez que me invita. 
 Ese día, también recordé a los Mecenas que he tenido a lo largo de mi vida. Seres dispuestos a ayudarme sin  pedirme nada a cambio, salvo mi compañía y un buen momento de tertulia. Recordé a esas personas que han visto en mí, más allá de lo que Yo logro percibir de mi mismo. Esos Mecenas dispuestos a ayudarme o a darme una mano para llegar a donde ellos creen que puedo llegar o debo estar. Cuando volví a ver a Nora después de un tiempo, lo primero que me dijo fue: “¿Haber Miguelito, dime en qué puedo ayudarte? Plata no tengo, pero acá tienes un espacio para que lo uses como gustes y te voy a presentar a unos artistas y escritores, que son unos locos y son bohemios como vos”
Estos Mecenas ven en mí, potencialidades, me hacen recordar a mi Luchita, mi abuela, quién me decía “Tú no tienes que ser como tu padre, tú tienes todo para llegar a donde quieras, plata no tengo, pero mis contactos son todos tuyos” y Nora tiene casi la misma edad de mi abuela cuando me vine a Buenos Aires. “Eres como mi nieto, suele decirme”
 Cuando me vio llegar a la exposición, se puso contenta y no escatimó esfuerzos para presentarme a los asistentes, uno por uno. Charlé con todos. Siempre he sido buen conversador, así que estuve “como pez en el agua”, hablamos de estilos y colores con los artistas plásticos, hablamos de la metáfora y los ritmos de los sonetos con los escritores. Han pasado casi diez años desde mi última tarde bohemia con artistas plásticos o escritores. He vuelto.
Mientras hablábamos con Patricia Warnes, la expositora “De las manos pequeñas”, me acordé de un cuento sobre la historia de unos hermanos que soñaban con ser pintores, del que no hay certeza que sea la historia familiar de Alberto Durero, el gran pintor Alemán del renacimiento, que dice así…

Las Manos (Alberto Durero)
"En el siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia con varios hijos. Para poner pan en la mesa para todos, el padre trabajaba casi 18 horas diarias en las minas de carbón, y en cualquier otra cosa que se presentara. Dos de sus hijos tenían un sueño: querían dedicarse a la pintura. Pero sabían que su padre jamás podría enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de conversaciones calladas, los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Lanzarían al aire una moneda, y el perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios al que ganara... Al terminar los estudios, el ganador pagaría entonces los estudios al que quedara en casa con la venta de sus obras. Así, los dos hermanos podrían ser artistas.

Lanzaron al aire la moneda un domingo al salir de la iglesia. Uno de ellos llamado Albrecht Durero, ganó y se fue a estudiar a Nüremberg. Entonces, el otro hermano, comenzó el peligroso trabajo en las minas, donde permaneció durante los siguientes cuatro años para sufragar los estudios de su hermano, que desde el primer momento fue toda una sensación en la Academia. Los grabados de Albretch, sus tallados y sus óleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de sus profesores, y para el momento de su graduación, ya había comenzado a ganar considerables sumas con las ventas de su arte.

Cuando el joven artista regresó a su aldea, la familia Durero se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la memorable velada, Albretch se puso de pie en su lugar de honor en la mesa, y propuso un brindis por su hermano querido, que tanto se había sacrificado trabajando en las minas para hacer sus estudios una realidad. Y dijo:

- “Ahora, hermano mío, es tu turno. Ahora puedes ir a Nüremberg a perseguir tus sueños, que yo me haré cargo de todos tus gastos."

Todos los ojos se volvieron llenos de expectativa hacia el rincón de la mesa que ocupaba su hermano. Pero éste, con el rostro empapado en lágrimas, se puso en pie y dijo suavemente:

- “No, hermano, no puedo ir a Nüremberg. Es muy tarde para mí. Estos cuatro años de trabajo en las minas han destruido mis manos. Cada hueso de mis dedos de ha roto al menos una vez, y la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que hasta me costó trabajo levantar la copa durante tu brindis. No podría trabajar con delicadas líneas el compás o el pergamino, y no podría manejar la pluma ni el pincel. No, hermano, para mí ya es tarde. Pero soy feliz de que mis manos deformes hayan servido para que las tuyas ahora hayan cumplido su sueño.”

Más de 450 años han pasado desde ese día. Hoy los grabados, óleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Durero pueden ser vistos en museos alrededor de todo el mundo. Pero seguramente usted, como la mayoría de las personas, sólo recuerde uno. Seguramente hasta tenga uno en su oficina o en su casa. Es el que un día, para rendir homenaje al sacrificio de su hermano, Albretch Durero dibujó las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando al cielo. Llamó a esta poderosa obra simplemente “manos” pero el mundo entero abrió de inmediato su corazón a su obra de arte y se le cambió el nombre por el de “manos que oran”.


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